XVII Concurso de cuentos "Mariano Baquero" (Abril, 2013)
Categoría A: 1º Ciclo de Secundaria.
-
1º Premio al cuento titulado “UN DESTINO
CREADO”, presentado por el alumno Jorge Cervantes Villanueva, alumno de 1º
ciclo de ESO del IES Mariano Baquero Goyanes (Murcia).
UN DESTINO CREADO
Arena… arena y
agua es lo único que puedo divisar ahora mismo.
Me encuentro
rodeado por una parte de una gran selva y por la otra una gran cantidad de agua
llamada mar. Me dispongo a ponerme en pie y alcanzo a ver, un poco más lejos de
mi sitio, una iglesia. ¿Una iglesia en una isla desierta?... Me extraño mucho al descubrir esto, pero a la
vez, siento la curiosidad por saber qué habrá dentro, aquí perdida, en un punto
del inmenso Pacífico.
Camino unos
pasos para llegar hacia ella y mientras tanto, intento recordar quién soy y
cómo he llegado hasta aquí, pero por mucho esfuerzo que haga, no lo consigo. Al
fin llego. Es más grande de lo que parecía a unos cuantos metros, pero eso no
importa.
Entro, nada
sorprendente, veo una iglesia con pilares, dos naves laterales, una central en
la cual me encuentro y una gran cantidad de bancos para rezar. Nada del otro
mundo. Al fondo, hay un altar con los cirios encima de una mesa recubierta por un
manto blanco y varias cosas propias de una iglesia. Finalmente al fondo, hay
una estructura bañada en oro con la imagen de Jesús y la Virgen. “Parece de lo
más normal” pienso, pero aun así, sigo andando con la esperanza de que la
estancia en esta isla se haga más amena que buscar un lugar de refugio con
cocos y agua para no morir.
Toda mi ilusión
se ha esfumado al ver que no hay nada delante ni detrás del altar, sólo un
botón con un cartel encima que pone: “Pulsa para ser libre de todo pecado”. Al
leer eso quedo pensativo, ya que para liberar del pecado a una persona es
necesaria la confesión, y no por medio de un botón, creado por la ciencia. Después
de esta reflexión lo pulso, pues no tengo nada que perder, hallándome en una
isla desierta.
Sin embargo, y para
mi sorpresa, las puertas de la iglesia se cierran y las ventanas, con esos
hermosos decorados, empiezan a ser cubiertos por unas franjas de metal tapando
toda luz que pueda entrar del exterior. La iglesia queda en una inmensa
oscuridad y, sinceramente, estoy muy asustado… Ante todo, porque algo debajo de
mí, está comenzando a moverse.
Estoy empezando
a descender por medio de una cápsula y la puerta de la iglesia está cortándose
de mi vista hasta que solo veo pared. Escucho un golpe, es la tapa del ascensor
cerrándose. “No me pienso mover” digo, mientras sigo bajando por esta especie
de tubo hasta que al final, quedo absolutamente perplejo, viendo lo que hay
delante de mí.
Una ciudad
submarina. Las paredes de la cápsula son de cristal por lo que puedo ver perfectamente lo que hay a mi alrededor.
Kilómetros y kilómetros de arena en la que hay edificados cientos de edificios,
unos más altos y otros más pequeños, comunicados por tubos de cristal. De
repente, una voz empieza a sonar por varios sitios de la cabina:
- Hola, quizás
estarás un poco asustado y no entenderás qué estás viendo, pero yo te lo
explicaré:
Hace unos
treinta y ocho años, fue elegido el último Papa en el Vaticano, llamado
“Silvestre III”. Bien, pues dicho Papa fue cambiando las tradiciones y
vestimentas que se habían tenido hasta antes de su mandato, es decir, en vez de
llevar collares de oro, cetros y coronas con piedras brillantes, utilizó trajes
de piel y otros ropajes hechos de forma artesanal con materiales naturales. Al
principio, todos halagaron estos gestos, viendo que el Papa, hacía todo lo que
estuviera en su mano para ayudar a la gente necesitada, hasta que llego el día.
Su último día de mandato.
El Papa quiso
convocar su dimisión ante la gente, pero solo era un cebo para atraerles.
Cuando todos estaban presentes en la plaza, cerraron todos los accesos y
salidas a la ciudad y les comunicó a los
ciudadanos:
- Hermanos, hoy
os he convocado, no para anunciaros mi dimisión como todos pensabais, sino para
comunicaros a todos el renacimiento de la Santa Inquisición.
Todos los
asistentes estaban alucinando, pero el mensaje aún no había terminado:
-Todas las
coronas y otros objetos de altísimo valor han sido fundidos y vendidos para
recibir una grandísima suma de dinero. Y vosotros os preguntaréis, ¿para qué
todo esto? Pues para sobornar a millones de autoridades de todo el mundo con el
fin de que eliminen a todo aquel que no crea plenamente en Dios.
Y así, fueron conquistando todas las partes
del mundo hasta que en dos años, consiguieron el control del planeta y que
todos sus habitantes creyesen en Dios.
Aquí interviene
esta ciudad. En el mundo había muchos científicos negados a creer en Dios y por
eso se creó este refugio en secreto para ellos. Los insensatos rechazaron esta
propuesta y con ellos, sus ideales, con tal de poder vivir en la superficie y
ver todos los días el amanecer. Pero se les preguntó por segunda vez si querían
vivir en esta ciudad, esta vez con una propuesta mejor: Poder experimentar con
todo lo que quisieran, si ningún tipo de límite. Los científicos aceptaron de
buena gana, pensando en todo lo que podrían hacer con estas posibilidades.
Sin embargo,
esta decisión fue sin duda nuestro peor error.
Los primeros
años que los científicos estaban en esta ciudad, desarrollaban medicamentos
contra enfermedades que en la superficie parecían imposibles de solucionar.
Aparte de los científicos que habitaban aquí, también había gente atea que oyó
hablar de este sitio, y no dudaron en venir.
Éstos se transportaban mediante
barcos que después decían haber desaparecido o aviones que habían sido
secuestrados y estrellados en una parte del mar, pero nunca nadie fue en su
busca.
Estos
científicos se fueron aburriendo al ver que lo habían desarrollado todo, pero
hubo una última cosa que se les ocurrió: La mutación genética.
A lo largo de
los años, utilizaron los cadáveres de la gente que había muerto y empezaron a
trasplantarle órganos, aunque el hecho de trabajar con muertos no permitía ver
si esto funcionaba o no, así que decidieron experimentar con gente viva.
Llegado a este punto, ellos habían estado mucho tiempo encerrados en los
laboratorios y estaban empezando a volverse locos. Dijeron que eran operaciones
como cualquier otra, trasplantes, soluciones contra el cáncer y demás mentiras,
porque ellos no eran cirujanos o médicos, ni mucho menos. Cuando entraban al
quirófano, aprovechaban la anestesia que tenía el paciente y le mutaban
genéticamente, utilizando células de personas muertas que habían destacado en
un pasado, ya sea por su gran velocidad al correr, un coeficiente superior a la
media u otras interesantes cualidades.
Cuando el
paciente veía que había entrado para una operación y había salido perfectamente
de ella y con sus cualidades mejoradas comenzaron a venir más personas.
Conforme
aumentaba el número de operaciones sus conocimientos sobre la manipulación
genética era mayor. Podían decidir si un bebé iba a ser niño o niña, incluso en
qué iba a destacar.
Al final, todo
el mundo acabó manipulado por esos científicos y nadie fue lo que realmente era
en un principio. Salvo una persona, una persona que había estado escondida
todos esos años y que estaba al tanto de lo sucedía en esta ciudad. Cuando
intentó escapar, fue interceptado por varias personas que no estaban dispuestas
a que le contara nada a la Inquisición, destrozando así su lugar de existencia.
Éste, fue llevado a los científicos y le borraron la memoria con el objetivo de
que no recordara nada, expulsándolo posteriormente de la ciudad cuando todavía
estaba inconsciente. Y no se supo nada más de él.
Y ahora, te
necesito a ti – continuó diciendo aquella voz misteriosa -
Hace poco, fue
proclamado un gobernador en esta ciudad, y nos encerró a todos en celdas. Es el
último científico que queda vivo y está muy trastornado. Por eso, necesito que
vayas a la Sala Directiva, su sala de mando desde la que controla todo, y
acabes con él, para que esta ciudad sea igual de normal que antes.
Al fin se corta
la llamada y salgo de la cápsula. Me encuentro en un tubo de cristal que
conecta con la entrada a la ciudad. Estoy decidido a ayudar a este hombre ya que
darme media vuelta y subir de nuevo a la isla desierta sería mi perdición.
Camino un poco, con las piernas entumecidas tras haber estado de pie inmóvil en
esa pequeña cápsula. Mientras, voy contemplando los rascacielos y casas que hay
en este lugar.
Entro por la
puerta, y lo único que veo son varias señales que me indican decenas de lugares
y unas escaleras. Observo lo que decía el hombre de antes, tenía razón, no hay
ni una persona en este lugar. Comienzo a buscar entre tanto cartel la Sala
Directiva hasta que al fin doy con ella. Hay que subir las escaleras y pasar
por las Celdas antes de llegar.
Subo pensando en
cómo voy a enfrentarme a ese hombre y al llegar a las Celdas encuentro una
pistola con algunas balas encima de un escritorio deteriorado. La guardo y noto
como un poco de esperanza sube por mi cuerpo, sabiendo que ahora tengo algo con
que defenderme de ese científico loco, que seguramente sabrá de mi llegada y
estará preparado esperándome.
Miro en el
interior de las celdas y están vacías. No hay nada ni nadie, está desierto.
Cientos de celdas, con barrotes mugrientos y algunos hasta con sangre, pero
nada más. Para mi asombro, veo una celda en el fondo, muy al fondo de este
lugar, aislado de toda comunicación y me acerco.
Llego a la
puerta y veo un hombre sentado en una esquina, con la cabeza entre las piernas,
esperando a alguien:
- ¿Hola? -
Pregunto a ese desconocido.
- Eres… ¡eres
tú! He estado hablando contigo hace un rato, mientras bajabas por la cápsula.
- ¿Dónde está
toda la gente?
- El gobernador
ha cogido a todas las personas menos a mí, y se las ha llevado a otro lugar de
esta ciudad, pero no se a cuál. Debes entrar ahí y matarle.
Dejo de hablar
con el hombre y me pongo en frente de la puerta de la Sala Directiva. Tomo
aire, expiro y entro con mi pistola cargada dándole una patada a la puerta.
Tampoco aquí hay nadie. Esto es muy raro. No hay nadie en esta ciudad salvo el
hombre de la celda.
Veo la palanca
para liberar a los presos encima del centro de mando, junto con la que controla
la luz y suministro de agua. Acciono la palanca y oigo un estruendo. Me
sobresalto del susto que me llevo y siento una presencia tras de mí.
Es ese hombre. Vislumbro
en un momento la sonrisa que muestra en su cara, y antes de que pueda
devolvérsela, me da un golpe en la nuca, y quedo paralizado. No me puedo mover.
El hombre suelta una carcajada y se pone a dar vueltas alrededor mío mientras
comienza a hablar.
- Se me olvidó
contarte un detalle sin importancia –dice con una sonrisa malvada-. Toda la
gente, hasta los científicos, comenzó a morir de forma natural por el
envejecimiento y nadie hizo nada al respecto, excepto yo. Creé estas celdas y
fui encerrando uno a uno a todos y a todas las personas que habitaban en esta
bonita ciudad y experimenté con ellos, una vez más.
- Buscaba la
inmortalidad, -continuó diciendo- que el paso de los años no perjudicase mi
salud, por lo que fui haciendo trasplantes de todas las cosas que me afectaban
gravemente. Cogía un pulmón de uno, el hígado del otro y por supuesto, las
células madre de los más jóvenes, para que mi piel siempre estuviera en buen
estado. Con el paso de los años iban muriendo todos ellos, por falta de órganos
que realizan las funciones vitales, hasta que no quedó nadie. Estaba solo en
esta ciudad, con los cadáveres de las personas, pero yo me sentía en plena
forma, como si hubiera vuelto a nacer. De pronto entraste tú, desde la iglesia.
No me acordaba de ti, y seguramente, tú de mí tampoco ¿verdad? - suelta una
carcajada – De hecho, ahora que lo pienso, me servirás de ayuda para pasar un años
más de vida por lo menos. Sin embargo, esta vez te mataré para que no vuelvas a
intentar hacer lo mismo de nuevo.
Acto seguido, coge la pistola de mi mano, pone
el cañón en mi cabeza, y dispara.
Categoría B: 2º Ciclo de
Secundaria.
- 1º Premio concedido al cuento “MIRÁNDOTE A LOS OJOS”, presentado por el
alumno José Miguel Rojo Martínez, alumno de 2º ciclo de ESO del IES Dr. Pedro
Guillén (Archena).
MIRÁNDOTE A LOS OJOS
En el año del Señor de 1612 es cuando
el Rey encarga a Fray Juan de Pereda que le informe sobre el comportamiento de
los moradores de un oasis en el paraíso, el Valle de Ricote. Lo que motiva esta
actuación es el interés de poseer las tierras de los moriscos que habitan el
viejo paraíso, y para ello se hace imprescindible la colaboración de un personaje peculiar y tenebroso,
Cachopo. Rodeado de chusma, Cachopo aprende las artimañas para poder llegar al
sitio de poder hasta el que ha conseguido trepar. Es un personaje egocéntrico y
sin ningún tipo de escrúpulos, obsesionado con la idea de erradicar la palabra morisco de la
historia del Valle de Ricote. Lo que hasta entonces había dado esplendor tanto
material como intelectual a este rincón de la Murcia musulmana, se expone a la ira de este
inquisidor. Tras conocer su destino, Cachopo llega a Ricote y se acomoda en la Casa que pasaría a llamarse
de la Inquisición,
al llegar a ella coincide por un momento
con la mirada penetrante de una muchacha
de piel oscura y manos desgastadas. Lo primero que pregunta a su fiel sirviente
Román es la identidad de aquella muchacha que en el filo del atardecer
se había atrevido a mirarle a los ojos, ni siquiera Román tras muchos años al
servicio lo podía hacer. Román se apresura a contestarle que era la hija de un
cristiano viejo de la zona, llamado Juan de Arcas, que era el administrador de
los bienes de la familia Arias. Cachopo se sorprende, ya que asociaba la tez
oscura de aquella muchacha a un origen morisco y no cristiano.
Cachopo le ordena a Román que se
disponga a poner los informes de los
habitantes de la villa en el despacho que daba al huerto, desde allí la vista
era todo un deleite, naranjos y limoneros en flor y el olor a romero, tomillo
y hierbabuena hacían que Cachopo dejara atrás sus negros pensamientos y se
concentrará en su infancia.
A la hora de cenar, Román prepara la
mesa, Cachopo llega puntual, como siempre. A los cinco minutos de espera, en
los que planea las actuaciones de su primer día como dirigente inquisidor de la
villa, llega la chica de tez oscura. Tras un tímido “buenas noches, señor”
Cachopo le pregunta sobre su nombre, a lo que responde sonrojada, “Ana Bella,
señor, hija de Juan de Arcas y de
Ana Montalvo para servirle en lo que
necesite”. Complacido Cachopo por los buenos modales de aquella sirvienta,
decide que durante el tiempo que se encuentre en esta villa impartiendo
justicia, será ella quien le proporcione todo aquello que necesite en su morada.
A la mañana siguiente, Cachopo le
pregunta a Ana Bella más cosas sobre su identidad ¿Cuántos años tienes? ¿Alguien
te pretende?, frente a esta última pregunta Ana Bella se pone muy nerviosa,
pues conoce desde pequeña el pasado morisco de su amado José, apellidado Rojo y
sabe que si esto es conocido por Cachopo será el fin de sus días de amados. José
Rojo es hijo de unos ricos mercaderes locales que proveen a todo el Valle de
mejores telas de Murcia, las propias cortinas de la casa de Cachopo estaban realizadas
con esas maravillosas telas venidas desde Damasco.
Cachopo después de observar ese
nerviosismo de Ana Bella, quiere a través de su siervo Román conocer más a
cerca de ese muchacho, así que le ordena que lo siga para descubrir que se
esconde detrás de ese nerviosismo. Román se dirige hacia el antiguo zoco,
actual plaza de la
Reconquista y empieza a preguntar sobre los vendedores de
telas ¿un tal Rojo? ¿Conocen al vendedor Rojo?, todo el mundo los conocía y
pronto encontró el puesto. Se sentó y esperó varias horas, observó todos sus
movimientos, en el puesto se encontraba un hombre de avanzada edad y su esposa,
además, doblando las telas estaba un muchacho joven y de tez morena y con unos
ojos en los que se te perdía la mirada. Después de realizar las observaciones
oportunas, se dirigió a la taberna del pueblo, con las artimañas que Cachopo le había enseñado
emborrachó al viejo tabernero y le consiguió sonsacar el pasado de los Rojo. No
tardó más de dos campanadas en llegar, por el huerto, al despacho de Cachopo.
¡Señor, señor!, tengo grandes
noticias, se trata de un moro, ¿los investigamos? Tranquilo Román debo consultar a mis superiores, prepárame un
informe.
La suerte no corría del lado de los
Rojo, aquel sino trágico del que parecía que habían conseguido escapar los
volvía a perseguir, Cachopo no tendrá compasión de ellos, y tras ser torturados
morirán ante la impotencia de los afligidos ricoteños y los incrédulos niños.
Las órdenes de los superiores no
tardaron en llegar, montado en un caballo un hidalgo tocó a la puerta y pasó al
despacho de Cachopo para darle órdenes. Cachopo captó bien el mensaje no solo
quería la cabezas de esos tal Rojo, querían la cabeza de todos los moros,
debían morir y sufrir antes. Ana Bella no deja de llorar por los rincones de la
oscura casa inquisidora, conoce que destino le espera a su novio y ante eso,
solo puede desear su muerte, que ese destino que les castiga sin piedad se
acabe, y juntos disfruten en la morada eterna, donde no hay perseguidos ni
perseguidores del amor junto a las divinidades. Cachopo, planea un plan
satánico para acabar con la vida del joven y su familia, antes les haría sudar
y llorar sangre, para que además confesarán la identidad de otros moros de la
villa. El día se volvió a levantar lluvioso, parecía que el clima murciano
había muerto, inexplicablemente el sol, y la alegría habían dejado paso a una
melancólica espera en aras de un final trágico.
Se puso su traje, y junto con Román y dos soldados se acercaron a la
casa de la familia, golpearon la puerta y sin mediar palabra cogieron a los
padres y al propio José, les ataron sacos negros en la cabeza y fueron
conducidos hasta el hogar de Cachopo donde sería torturados hasta la muerte.
Ana Bella no podía dejar de maldecir
el destino, no sólo había decidido acabar con la vida de su amor, encima
tendría que aguantar los gritos, los lamentos de su tortura.
La bodega de la casa fue el lugar
elegido para llevar a cabo las artes de tortura, uno de los soldados se sacó un
maletín negro, con asas color plata, y puso encima de la mesa las armas, había
alicates, agujas, tijeras…Lo primero que hicieron fue sentar al padre en una
silla vieja de madera, le quitaron el saco y sus gafas redondas, le abrieron
bien los ojos y con las tijeras… ya se pueden imaginar lo que pasó. Ana Bella
no podía dejar de llorar y llorar, pues no sabía si aquellos gritos poco
entendibles correspondían a su novio o a
alguno de sus familiares. Posteriormente se ocuparon de la madre, querían dedicarle
algo especial, innovar nuevas técnicas con ella. Pusieron un conjunto de
agujas, una por cada una de las palabras de cristo en la cruz y se las clavaron
en lo ojos, le sujetaron estos para que no pudiera cerrarlos y mientras,
rezaban unas oraciones en latín, estaban obsesionados con los ojos, les parecía el cúmulo de las
maldades de aquellos infieles moros. Tuvo que llegar, se reservaron para el
final al joven Rojo, pero este no iba a ser torturado en la bodega, lo subieron
a empujones hacía el patio y junto al pozo lo situaron, mientras sacaron unas
cuantas botellas de vino para celebrar la victoria de los justos. Ana Bella fue
obligada a presenciarlo todo, no solo querían que pagaran los moros, querían
ejemplificar a la población y advertir del peligro que conlleva ser infiel en
este reino. Salió y miró a los ojos, cerca de ese pozo, donde antes de que en
esta casa gobernara el mal se había declarado Rojo a ella, en su mano su
rosario de madera, iba pasando cuenta a cuenta, salve a salve sabía que el
momento en el que la furia iba a asesinar a la razón se iba acercando. Sacaron
los alicates, los afilaron y tenían el mismo propósito de acabar con los ojos,
simplemente porque en ellos veían paz, a pesar del dolor, tranquilidad, a pesar
de la muerte, y sus almas tenebrosas no lo podían permitir. Tras afilarlos, uno
de los soldados se acercó a él y la sangre empezó a brotar de esos ojos, Ana
Bella no podía dejar de mirarlos, aún ensangrentados, aún destrozados le
seguían transmitiendo amor, fidelidad compromiso. La noche llegó y los cuerpos
estaban tendidos en el huerto, la lluvia caía bajo sus carnes ya sin espíritu.
Cuando todos se acostaron, cuando ya nadie pudiera hacer nada, Ana Bella se
acercó al pozo, se sentó contemplando el mojado cuerpo que tanto amor le había
proporcionado y rompiendo el rosario, gritando con intención de romper el
propio cielo se arrojó al pozo. Criticada sería por cometer ese tan impuro
acto, ese acto de mala cristiana pero lo necesitaba para liberarse de ese mundo
de desengaños y desgracias en el que se había convertido su existencia, y por
qué no como una acto último de rebeldía ante los que pisaban su amor, no quería
seguir respirando el mismo aire de una tierra donde viven semejantes monstruos,
donde se mata por creer, por sentir. A la mañana siguiente, Román descubrió que
Ana Bella no estaba y, posteriormente su
cadáver en el fondo del pozo, rápidamente avisó a Cachopo, quien a pesar
de matar a Rojo, en un intento de conseguir poseer a esa mujer, sabía en el
fondo de su corazón que si Rojo moría Ana Bella no iba a ser para él, escupió
en el pozo y prometió que les mandaría cortarles la cabeza a estos cuatro
infieles, dijo que arderían en el infierno. Todo el pueblo se levantó con la
noticia, empezaron a tocar las campanas a difunto aunque Román se apresuró a
subir por las escaleras que conducen a la Iglesia y prohibir a Don Amable tocar las
campanas por esos infieles, si bien, Don Amable un hombre íntegro le respondió
que en la casa de Dios, y en esta casa, no mandaría un tirano.
En cada esquina, en cada taberna se
maldecía a ese satánico de Cachopo, porque desde hacía siglos Ricote había sido
un ejemplo de convivencia, de eso que ahora algunos llaman “multicultural”, y
los parroquianos maldecían a los inquisidores por su ansía de sangre, sin mirar
las vidas, las familias, los corazones que destrozaban a su paso.
Las cabezas separadas de los cuerpos,
como símbolo del poder de la
Inquisición, fueron enterradas en el huerto, y créanselo o
no, critíquenme por exceso fantasía, pero desde aquel año del señor de 1612 viven
almas, no desdichadas ni en pena, sino felices de los que en vida tuvieron que
luchar con la sinrazón y ahora, ya en compañía de los ángeles pueden proclamar
lo que piensan, lo que sienten y a quien aman. Al cabo de 3 años, Cachopo fue
destituido de su puesto por desavenencias con otros inquisidores, y él mismo
encontró el mismo final que la desdichada Ana Bella, un tarde de Marzo,
lluviosa también, subiéndose a un taburete, y con una cuerda puso fina a una
existencia generadora de odio, de mal, de rencor y de enfrentamiento.
Nadie lloró su muerte, y fue
descubierto a los días por un vecino, fue enterrado en una mísera tumba sin
nombre y con una sola inscripción (la que se solía poner por la época) “que
duerma el sueño de los justos”.Actualmente el que tiene el placer de narrarles,
pudo intuir con dificultades la citada inscripción en un cementerio de un
pueblo vallisoletano donde había encontrado su ocaso, sin embargo, en el
huerto, hoy convertido en parque todavía se puede leer una inscripción dedicada
a Rojo, Ana Bella y a los padre de ambos, “.. De los que creen en la libertad,
para aquellos que con su muerte pagaron la injusticia, RIP”. Y, tal vez, el más justo final de este breve
relato lo poca el propio destino, no fueron los descendientes de unos ni otros,
ni siquiera este humilde literato quien administró justicia, a ese destino le
deben Ana Bella, Rojo y tantos otros que durante siglos han sufrido la
persecución de los miserables la gloria, y este humilde reconocimiento.
A
los que defienden sus ideas.
Categoría C: Bachillerato y
Ciclos Formativos.
- 1º Premio al
cuento titulado “DELTA”, presentado por la alumna Marta Alcaraz Varela,
alumna de Bachillerato del IES Mariano Baquero Goyanes (Murcia).
Asimismo, se
acuerda hacer una mención especial al cuento “CONFESIONES Y MIEDOS DE UN HOMBRE LIBRE NACIDO POR Y PARA LA GUERRA”, presentado
por el alumno Alfonso Pérez Zapata, alumno de Bachillerato del IES Mariano
Baquero Goyanes (Murcia).
DELTA
–
1 –
La llama
del mechero titiló en la oscuridad y reflejó su luz en el espejo antes de
volver a sumirse en la penumbra del cuarto de baño. Reapareció una segunda vez,
mostrando sobre él unos labios arqueados hacia un lado, en una media sonrisa de
aspecto casi malévolo. La llama viajó suavemente por el aire hasta una vela, y
se posó sobre ella para encender su mecha. Así prendió unas cuatro o cinco más
alrededor de la pequeña habitación hasta crear un ambiente más iluminado aunque
no menos tenebroso que el que reinaba hacía unos segundos.
La chica, que estaba sentada sobre
un taburete, apoyando la espalda contra los azulejos blancos y negros de la
pared, apagó el mechero plateado agitando la tapadera para que se cerrara con
un chasquido. Lo guardó en el bolsillo de su pantalón y se incorporó sobre el
lavabo, alargando el brazo para coger un cuchillo de cocina, cuya hoja brillaba
con la tenue luz de las velas entre las que se encontraba. Posó el cuchillo
sobre su otro brazo, notando el frío acero, acariciándolo sobre su piel pálida
y suave, que se erizó con el tacto. Parecía tan frágil…
Deslizó el cuchillo sobre la muñeca
y dibujó una serpenteante línea blanca con la punta hasta que llegó a la mitad
del antebrazo. Entonces suspiró y agarró con el puño el cuchillo, comenzó a clavar
la punta en la piel, al principio con miedo, y cada vez con más seguridad.
Pasaron unos segundos y, al ver que lo único que había provocado había sido una
débil hendidura rojiza con poco más de medio palmo de longitud y sólo algún que
otro trozo de piel saliente, cerró las mandíbulas con rabia y arrugó la nariz
mientras volvía a repasar el corte con más fuerza. Nada, el mismo resultado.
Espiró aire fuertemente por la nariz y luego resopló, raspando con el cuchillo
de lado la superficie de la herida. Cada vez más rápido, cada vez más furiosa y
con los ojos más abiertos. Sangre, tenía que salir sangre.
Agarró aún más fuerte el mango del
cuchillo y lo clavó de golpe sobre la piel ya irritada. La joven reprimió un grito
mordiéndose la lengua y bajando la cabeza con los ojos cerrados. Cuando volvió
a alzar la vista hacia su obra, con la mano temblorosa, comenzó a arrastrar el
cuchillo por el brazo, desgarrando la carne desde la herida. Una enorme gota de
sangre se había formado bajo el filo de acero y ahora comenzaba a reptar por su
brazo lentamente. Sonrió con malicia. Sacó el cuchillo de la hendidura y dio un
puñetazo sobre el lavabo para aguantar el dolor, sin dejar de mirar su herida
sangrante. La observo con detenimiento. Se podía ver cómo la carne se abría a
lo largo de una línea recta y profunda, que llegaba a los quince centímetros de
largo, y por la que brotaba aquel líquido rojo y viscoso sin parar. Pero no era
suficientemente profunda.
Tenía
que ser más profunda. Volvió a resoplar, airada, y agarró de nuevo la hoja,
ahora ensangrentada. Su brazo estaba dibujado por riachuelos rojizos que
retorcían su cauce desde la herida, rodeándolo hasta caer sobre la porcelana
del lavabo. La chica introdujo de nuevo la punta del cuchillo, esta vez más
despacio, aunque con las manos aún temblando de ira. Cuando notó que había llegado
al fondo de la llaga, comenzó a retorcer la hoja y a abrir la carne a ambos
lados. Se mordió el labio para no chillar de dolor.
La sangre corría cada vez más y las
llamas de las velas se reflejaban en ella. En los azulejos del baño se
distinguía un haz de luz roja. Ahora el cuarto era de color rojo. El lavabo, el
cuchillo, las manos y el brazo estaban cubiertos de rojo. Notaba cómo sus dedos
se cerraban pegajosos sobre la madera del mango, apretando a causa del dolor.
Cuanto más apretaba, más dolor se causaba. Era un placer difícil de explicar.
La herida ya era profunda. Así era
como tenía que ser. La carne viva quemaba al descubierto y brotaba de ella cada
vez más sangre, y cada vez más caliente. Pero aún no había terminado. Lanzó el
cuchillo, que golpeó la pared y cayó en la bañera, describiendo círculos sobre
su superficie curva. La muchacha apoyó, exhausta, la frente sobre el lavabo y
alcanzó con el brazo sano, sin mirar, un bote de plástico cuya etiqueta rezaba
“alcohol etílico”. Giró la cabeza y contempló el frasco unos segundos,
haciéndolo girar frente a ella. Finalmente, arrancó el tapón con los dientes,
lo escupió sobre el lavabo y vertió el alcohol sobre la enorme brecha. El bote
chocó contra el suelo mientras su mano, convertida en un puño, golpeaba con
todas sus fuerzas la pared. Pero no dejó de mirar la herida, en la que ahora
burbujeaba un líquido blanco que se mezclaba con la sangre y dolía más que cualquier
otra cosa que hubiera sentido. Cualquier cosa menos una, claro.
Observó la brecha unos segundos más,
los ojos enloquecidos por algo parecido al dolor y no muy lejano del placer, y
con los labios apretados que, finalmente, se abrieron dejando escapar un grito
que le desgarró la garganta.
– 2 –
Si
alguien me preguntase alguna vez cómo conocí a Delta, no sabría muy bien qué
decirle. Al menos, no sabría decir cuándo la conocí de verdad. Ella no era una
persona cualquiera, con la que puedes tener una conversación normal acerca de
su vida. Con ella no se puede tener ningún tipo de conversación normal, si es
que alguna vez consigues que te dedique unas palabras.
Se puede decir que nos
encontramos en mi último año de instituto, aunque cualquiera me habría quitado
credibilidad. Ella no solía presentarse por allí, lo noté nada más comenzar en
curso. Era la primera vez que yo estaba en aquel centro, por lo que no conocía
a nadie. Desde el principio, quise sentarme en un lugar apartado donde mi
presencia pasara inadvertida, pero no logré tal cosa. El profesor de Ética
anunció que teníamos que hacer un trabajo por parejas a lo largo del curso
sobre un tema en el que no estuviéramos de acuerdo. Cuál fue la satisfacción de
mis compañeros cuando me emparejó con Delta, pues a todos les resultó muy
gracioso. La mitad de ellos se giró hacia mí con una sonrisilla en la boca; el
resto, con expresión de condolencia. Pregunté a unas muchachas que se sentaban
delante de mí de quién se trataba, pero sólo conseguí la ambigua respuesta “Ya
lo sabrás. O no…”. Acto seguido se echaron a reír.
En
realidad, no lo supe hasta mucho tiempo después. Delta no aparecía por las
clases, ni siquiera para los exámenes. Pasaron semanas de suspense en las que
se fue formando un nudo en mi garganta, a causa del temor de que no pudiera
llevar a cabo mi trabajo. Resultaba imposible contactar con la tal Delta.
Ninguno de mis compañeros tenía su número ni sabía dónde vivía. Incluso la administración
del instituto carecía de tal información. Empezaba a pensar que Delta no
existía, hasta que apareció.
Fue
una mañana de febrero, ya avanzado el segundo trimestre, cuando Delta llegó,
como acompañada del frío invernal. Lo cierto era que no había hecho tanto frío
hasta entonces. Llegó tarde, a mitad de la segunda hora. La profesora de
matemáticas, de mala gana, le permitió entrar. Nada más verla, sin que nadie
dijera su nombre, supe que se trataba de ella, del fantasma tras el que había
estado siguiendo un rastro casi inexistente. Su aspecto aclaraba la reacción
que habían tenido mis compañeros hacía meses.
Para
empezar, su cabeza rapada al completo dejaba al descubierto infinidad de
tatuajes enrevesados y entrelazados sobre su níveo cuero cabelludo. El resto de
su piel era igual de blanco, casi grisáceo, al contrario que su ropa oscura y
desgastada. Unos pantalones desiguales, unos polvorientos guantes hasta el codo
y una camiseta holgada y carcomida por los dobleces denotaban en ella una falta
de preocupación por el conjunto y la imagen. Su nariz era pequeña y puntiaguda
y sus ojos fieros miraban con indiferencia a su alrededor, aunque creí descubrir
un brillo azul pálido en ellos que me transmitió tristeza.
No
lo negaré; me dio miedo. ¿A quién no se lo daría? Se asemejaba más a una skinhead neonazi que a la “alumna
rarita” que tenía en mente. Delta era algo más que “rarita”, era… sencillamente
indescriptible. Cuando me identificó desde la puerta como única persona con un
sitio libre al lado, empecé a temblar. Cuando se sentó en el pupitre contiguo,
quise vomitar. La timidez es uno de mis rasgos característicos, con lo que me
costó mucho empezar una conversación con Delta. Fui torpe y mis palabras
resultaron ridículas, pero dejé claro que íbamos a hacer el trabajo juntas.
–Había
pensado que el tema podría ser sobre el aborto o algo así de polémico. La gente
suele discrepar en ese tipo de temas –propuse, pensando que otro tema más
apropiado podría ser la vestimenta en el instituto, en vista de las diferencias
entre la mía y la suya.
Delta
no estaba de acuerdo. Argumentaba que aquellos eran temas típicos de un trabajo
como aquél. Pensé entonces que nuestro tópico más conveniente sería el propio
tópico sobre el que nos contradecíamos. Así continuamos bastante tiempo. Cada
vez que proponía algo, ella se oponía con todas las de la ley. Por supuesto,
siguió faltando a las clases. Resultaba irritante que se mostrara así de indiferente
ante algo a lo que yo atribuía tanta importancia. Empecé a preguntarme por qué
se molestaba en ir al centro alguna vez.
Meses
después, conseguí acorralarla para que quedáramos una tarde y hablásemos del
tema con seriedad. Me arrepentí de que la cita fuera en su casa. Una biblioteca
hubiera sido el lugar más acertado, pero no fue ése el problema. El lugar donde
residía Delta se parecía más a un zulo que a una vivienda. Como ella, era estrecho
y oscuro, y estaba todo sucio y desordenado. Noté un olor a sangre rancia nada más
entrar que me nubló los sentidos. No parecía sobrevivir allí nadie más que Delta. Un sentimiento cruel me hizo
pensar que era normal que estuviera sola, dadas las circunstancias en las que
se encontraba la casa. Si creía haberle tenido miedo a mi compañera de
proyecto, no lo había experimentado de verdad hasta entonces.
Delta
contaba con el lujo de un pequeño escritorio lleno de papeles arrugados y
periódicos amontonados –un despacho digno de un psicópata. Mi compañera me
ofreció asiento y comenzó entonces una larga discusión que no fue más allá del contenido de nuestro
trabajo.
–Podríamos
hablar del sufrimiento desde distintos puntos de vista –propuse, ya casi sin
ideas.
–¿Qué
tipo de sufrimiento? –Por una vez, mi estrambótica compañera mostró interés.
Le
dije que no lo sabía, que todo sufrimiento podía ser igual de tormentoso. Ella
negó con la cabeza y yo decidí que entonces ese podía ser el tema, pero volvió
a negar. Replicó que me iba a convencer y entonces no estaríamos de acuerdo.
Reí ante aquella osadía, hasta que Delta puso mi mano sobre el escritorio y la
aplastó de un puñetazo. Grité de dolor, pensando que la chica rara se había
vuelto loca, pero al parecer, lo había hecho con un propósito. Me preguntó si
me dolía la mano y no pude sino asentir. Después me cogió el otro brazo,
tembloroso, y me pellizcó con fuerza.
–¿Te duele la mano ahora? –No me
dolía. Aunque sentía un punzante dolor en la carne que sus huesudos dedos
retorcían, el dolor de la mano aplastada era entonces una tenue molestia–. Hay
sufrimientos que son más fáciles de soportar que otros. A veces, la gente
recurre a ellos como método de alivio. –Aún con la sorpresa y el miedo marcados
en mi rostro, tuve que darle la razón a Delta. Ella no se refería sólo a un golpe
en una mano, sino al sufrimiento psicológico.
A partir de entonces, comprendí que, a
su manera, Delta era una persona con una opinión razonable y sólida, como
construida sobre la corta experiencia de sus dieciocho años. Eso le hacía ser
algo obstinada. Hablamos de muchas más cosas, la escuché de forma diferente y
descubrí que tenía una peculiar concepción de la vida –aspiraciones,
amistades, traiciones. Me di cuenta de que hablaba de ello con pesimismo, como
si no hubiera vivido más que desilusiones.
Cuando le pregunté por qué faltaba al
instituto, me dedicó una fugaz respuesta:
–Falto cuando hay algo más importante
que hacer. –Cambió de cuestión sin dejarme oportunidad para insistir en qué era
más importante que el instituto, impensable para alumnos como yo.
Comencé a disfrutar con su
conversación y, sin darme cuenta, a echarla de menos cuando no iba a las
clases. El resto de mi clase casi no me dirigía la palabra, sólo me obsequiaba
con miradas interesadas al sorprenderme conversando con Delta. Sabía que en
ninguno de ellos encontraría una amistad como la que creía haber establecido
con aquella muchacha excéntrica. Según Delta, la mayoría de ellos estaban
destinados a ser iguales, incluso cuando trataban de diferenciarse con
distintos estilos. Ella pensaba que nadie que se dejara poner etiquetas podía
gozar de personalidad propia. En eso también tenía razón. Delta tenía una
desbordante personalidad y, además, era difícil de etiquetar. También era misteriosa.
Cada vez que le hacía una pregunta sobre su familia, conseguía evadirse
mediante una respuesta de lo más imprecisa.
Fuera como fuese, comenzó a caerme
bien. Me arrepiento de haberla juzgado como lo hice el primer día que la vi,
pero es imposible culparme con dureza, dado el aspecto que mostraba Delta.
Tampoco tardé en darme cuenta de que no éramos tan diferentes: tristes, con
preferencia por la soledad... El resto de nuestros compañeros nos apartaban y,
en cierto modo, no me molestaba. Disfrutaba lo suficiente con Delta como para
que me importara. De hecho, era al contrario. Sentía lástima por aquello que se
estaban perdiendo, aunque ellos no me envidiaran. No lo hacían porque no
conocían a esta extraordinaria persona. Si lo hubieran hecho, tengo por seguro
que querrían conseguir su amistad. Las apariencias engañan…
– 3 –
Delta murió una tarde de abril. Con su muerte
llegó el calor, acabando así con el frío que trajo a su llegada. Sin embargo,
nunca he pensado que aquello significara algo bueno. La encontraron en el baño,
cubierta de sangre, con una herida horrible y asquerosa en el brazo, cuya carne
se había empezado a necrosar. Según me contaron, no era la primera vez que
Delta acababa en un hospital a causa de heridas como esas, que ocultaba bajo
sus largos y polvorientos guantes y que, hasta entonces, no habían provocado su
muerte. ¿Qué ha ocurrido?, me preguntaba. ¿Por qué nunca supe nada de esto? Se
me ocurrían muchas posibles causas de su muerte, en el caso de que hubiera sido
premeditada. Vivía sola, sin padres, no parecía tener más amigos que yo. Su
cabeza rapada me daba qué pensar… Su constante expresión de indiferencia me
había confundido; Delta sufría cada día algo espantoso que no había llegado a
ver. “Hay sufrimientos que son más fáciles de soportar que otros. A veces, la
gente recurre a ellos como método de alivio.”, recordé haber escuchado de su
boca. Me entristece pensar que ya nunca sabré por qué murió.
El
calor no siempre significa algo bueno, a veces significa fuego, peligro. A
veces significa rabia. Nada aparenta ser lo que en realidad es. Delta no lo
aparentaba. A la vista, una joven sin rumbo fijo ni aspiraciones en la vida. Por
dentro, una persona que afrontaba todos los días una amarga vida.
No
sé qué es exactamente lo que quiero transmitir con esto. En realidad,
desconozco si quiero transmitir algo. Quizás sólo quiera contar demasiadas
cosas sobre esta singular persona a la que una vez conocí. Puede que esté
enloqueciendo, pero a veces me temo que Delta fuera un producto de mi
imaginación. Creo que he descubierto que siempre hubo una Delta en mi interior,
tratando de salir. Como mi sufrimiento, mi sentimiento más oscuro, algo que me
hacía muy diferente de los demás, más de lo que pensaba. “Yo soy rara”, me dijo
una vez, “pero, ¿desde qué punto de vista? Todos esos corderos que balan a la
vez me parecen más raros todavía.” Quizás todos tengamos una Delta dentro de nosotros.
CONFESIONES Y MIEDOS DE UN HOMBRE NACIO POR Y PARA LA GUERRA
Las capas rojas de los soldados espartanos parecían un reguero de sangre que avanzaba entre los dorados campos de trigo, y al final un gran carro cargado de monedas de oro, como si de un ojo dorado se tratara. Los escudos y el metal de las espadas tintineantes en los cintos, derramaban destellos por la fuerte luz del sol de mediodía. Los soldados avanzaban con paso lento pero decidido. Respiraban lenta y profundamente. El casco les quemaba la piel de la frente y las mejillas pero no podían mostrar rasgo de dolor; ni de cansancio; ni temor. El temor no existía en sus vidas, al igual que en su determinación o condición de guerreros. Solamente existen la batalla, la educación, la justicia, el amor por la patria, el deber de proteger y el inmenso rey Leónidas que caminaba a la cabeza del pelotón, portando, con orgullo, su broncíneo escudo, el cual había vivido mil batallas y soportado miles de golpes que lo habían salvado a él y a sus hermanos de la dueña del campo de batalla: la muerte. “Puedes abandonar tu casco, que solo te protege a tí, pero jamás puedes abandonar tu escudo, que protege a tu compañero”. Leónidas había recordado ese lema a todos y cada uno de los nuevos miembros que se alzaban dignos de pertenecer a la Falange Espartana. Dignos de ser capaces. Dignos de los dioses.
Un espartano no debería mirar atrás cuando seguía a su rey hacia la guerra, como tampoco debía mostrar sentimientos al despedirse de sus seres queridos. Agatocles recordaba los tiernos ojos de su hija y la mirada decidida y triste de su mujer. “La reina de mi vida y mujer espartana, mi amor…” pensó mientras miraba el azul del cielo. Recordó la noche en el lecho antes de partir. Ninguno de los dos derramó una lágrima.
—Somos solo trescientos, pero a los ojos de los persas seremos tres mil, Eumea. Son órdenes de nuestro rey. Acabaremos con ellos y volveré a tu lado. No quedará ninguno sin probar el filo de mi espada, —le dijo mientras acariciaba aquel cabello castaño como la canela. Sonrió aunque supiera que su promesa fuera vacua.
—Lo único que me importa es tu vuelta, Agatocles. Mata a tantos persas como puedas. Castígalos por intentar ofender a nuestro rey, nuestros derechos, nuestro honor y a nuestra tierra. Hazlo y vuelve conmigo. Y con tu hija.
Le prometió que lo haría. ¡Qué funesto momento para hacer promesas!
Agatocles tenía veinticinco años. Su piel estaba bronceada por el sol y llena de cicatrices. Sus manos, callosas y fuertes cogían la lanza con firmeza. Su rostro serio, curtido por el viento, y con una barba que no ocultaba lo surcos de sus diferentes cicatrices. La vida de Agatocles igual a la de todo soldado espartano que se precie: superó la prueba de nacimiento y no fue lanzado al amparo del Taigeto. Separado de su madre a los seis años aprendió a luchar, robar y matar, mientras se educaba en el arte de la guerra y de la música. Entonces, cuando volvió a Esparta, lo hizo como un verdadero soldado espartano.
Pero el alma de ese soldado se difuminaba con cada paso que daba en el cálido suelo. La cítara se escuchaba, tenue, entre los cánticos de sus hermanos. ¿Sentirían ellos el mismo miedo que lo encogía a él? ¿Temerían a los persas y el destino de la muerte de sus compañeros caídos, muertos, en la fría roca de las Termópilas? Puede que sí. O no. El espartano perdía el miedo. Nunca el respeto, pero sí el miedo. O eso creía él. Sabía de un hombre que no temía a nadie ni a nada. Aquel hombre se situaba a tres metros de él. Su rey, Leónidas.
Salió de la formación y corrió a su lado. El viento era cálido y a lo lejos, se escuchaba el rumor de la batalla entre los acantilados y las fuertes olas.
—“Mi rey Leónidas.” —lo llamó. El rey se giró, pero no detuvo su avance.
—“Camina conmigo, Agatocles, y dime qué te perturba. No podemos pararnos: el tiempo se nos viene encima como la tormenta en el mar.” —El rey Leónidas era alto y solemne, de anchos hombros y fuertes brazos. Su capa restallaba por el fuerte viento.
— “¿Tan evidente es que algo me perturba?” —preguntó Agatocles cuando estuvo a la altura de su rey.
—“Te conozco demasiado, soldado. Siempre has sido un buen guerrero y un pilar de nuestra falange. Fiero y letal en el combate. Tus ojos observaban mis grebas cuando me has preguntado. Así que, ea, vamos, cuéntame.”
—“Es complicado, mi rey. Nos dirigimos a la guerra como tantas otras veces y sin el respaldo de los demás griegos. Jamás he sentido temor por encontrarme cara a cara con la muerte, luchar contra ella y que su sangre bañe mi lanza. Pero ahora, sí temo lo que me depare el desfiladero. Es injusto por parte de mis compañeros que yo, un hermano; un igual, sienta este miedo ahora, cuando menos he de temer.”
—“No eres el único que teme el baile de las lanzas cada vez que éste se presenta para que los hombres lo bailen, Agatocles. Si lo que te aflige es saber que la muerte es nuestro destino en estos tiempos, deberías aceptarla, ya que no te queda otra opción. Y entonces, unirte otra vez a la falange, defender lo que hay detrás de tus grebas. La guerra no es nada nuevo para ningún espartano. Es nuestra vida realmente: para lo que hemos nacido y entrenado. La guerra es nuestra ofrenda y con ella honramos a Grecia.” —Leónidas desenfundó la espada con un movimiento rápido que produjo un silbido metálico, se agachó y recogió un puñado de tierra. Después la dejó caer sobre la hoja de la espada—. “Esta espada es la filosofía que has de seguir en tu vida y esta tierra, quienes intentarán corromperla. Pero, como ves, caen en su nefasto intento.”
—“La espada se puede romper.” —dijo Agatocles.
—“Al igual que la determinación de un hombre justo y bueno que sabe hasta dónde es capaz de llegar, por supuesto. Pero, ¿sabes tú, entonces, si eres ese tipo de hombre?”
—“No lo sé, mi rey, al igual que no se, ahora, cuál es mi verdadero temor. Temo a la muerte, temo no volver a mi familia, no poder abrazar a mi hija y amar a mí esposa, Eumea. Temo que no seamos capaces de proteger lo nuestro, si tan grande es el ejército del rey-dios Xerxes… ¿Qué habrá tras nuestros actos? ¿Qué legado dejarán? ¿Hablarán de nosotros? Algo me dice que todo irá a peor, mi rey. Como yo en este momento.”
El rey espartano, con un gesto de su mano paró en seco el pelotón. Los soldados dieron un golpe con las lanzas en el suelo y pararon en seco. Hasta la música de la cítara se vio silenciada.
—“Mientes a tu rey y te mientes a ti mismo. Tu supuesto miedo no está justificado por la guerra que se avecina, o por el temor que te produzca la batalla. He acabado de creer tus calumnias cuando he recordado tus actos en otras batallas pasadas, actos dignos de un espartano capaz de vencer a todo un ejército. ¿A qué viene, pues, todo esto? Solo soy un rey, Agatocles. No soy un gran filósofo de Atenas, y mucho menos el Oráculo de Delfos. Por lo tanto, no puedo adivinar qué te aflige. Háblame sin tapujos. Hemos matado a muchos hombres para que ahora me andes con rodeos.”
Agatocles dirigió su mirada hacia los pardos ojos de su rey. Su rostro sonreía.
—“Mi rey y mis hermanos... Os pido perdón por lo que estoy haciendo. No entiendo qué sentimiento ahora despierta desde mi pecho. En realidad, mi temor proviene que le prometí a mi esposa que volvería con ella, que mataría persas y regresaría... pero que regresaría vivo. Y eso es todo cuanto un espartano no debe decir antes de partir quizá. Un soldado debe volver al hogar con o sobre su escudo. Pero esa promesa, la cual he hecho y que no sé si seré capaz de cumplir, me hace pensar que la guerra no trae más que desgracias, muerte, familias destrozadas, amores rotos, destrucción, descomposición en la naturaleza de los hombres, devastación, que se alcen nuevos tiranos y que estos mancillen la sociedad de los hombres… ¿No es así, mi rey? ¿No es el motivo de los hombres para justificar la avaricia que a todos corroe?”
Leónidas lo miraba con un atisbo de sonrisa en sus labios, atisbo que se esfumó lentamente cuando Agatocles dejó de hablar. El rey, seguidamente, clavó su lanza en la tierra y colgó allí su casco.
—“¡Acercaos todos, espartanos!” —Todos los soldados formaron un semicírculo alrededor de Agatocles y Leónidas—. “Debéis saber una cosa antes de continuar el camino que nos lleva hacia la misma muerte y la batalla que desencadena todo lo que ha dicho éste soldado” —puso su mano en el hombro de Agatocles—. “Nosotros somos hombres desgraciados. Hombres que no merecen ser más que meros instrumentos que lo único que saben hacer es matar y amar. Hombres desgraciados, sí, pero libres. Tan libres como lo sois todos ahora, libres de luchar contra esa mole de persas que quieren hacerse llamar guerreros cuando, en realidad, son meros campesinos. Defendemos lo que es nuestro: libertad y vida. Y nuestra lengua, espartanos, es la guerra. Ya que, por desgracia, mis hermanos, la guerra es el único lenguaje que conoce todo hombre. Igual que lo conocía Aquiles junto a su cólera. O Héctor que acabó con la vida de Patroclo pensando que era el de los pies ligeros. Aunque no nos guste tenemos que aceptar que es el lenguaje que consumirá el mundo, poco a poco, hasta convertirlo en el mismísimo Hades. Puede que cuando el mundo se convierta en eso, nosotros no estemos aquí, y entonces, los que sufran esas consecuencias nos culparán a nosotros por no haber hecho nada y dejar que todo se tornara tan oscuro y frío como la noche. Lo que combatiremos en las Termópilas, es la representación de este futuro Hades.”
>>”Yo temo que llegue ese día. Al igual que tú, Agatocles, ahora lo temes al comprender lo que es en realidad la guerra y lo que esta conlleva. Ahora eres un verdadero soldado espartano. Ahora, todos lo sois. Sabéis que moriréis pero por una causa justa y noble que engrandecerá vuestro nombre más allá de las propias estrellas. Puede que nadie recuerde todo lo que haremos a partir de este día pero tener esto claro, espartanos: no importa la gloria de un hombre si esta no va a acompañada de un sentimiento libre y justo. Vuestra alma ya es grande y vuestras espadas son el pincel que dibujará vuestra historia. La sangre de cada guerrero caído por vuestra lanza, la pintura. Ahora esa es vuestra filosofía, soldados. ¡Y ese sentimiento es matar a los persas! ¡Es defender Esparta! Aún tenéis el carro rebosante de oro y quizás, alguno, frente a esta amenaza, todavía desee vivir en Esparta” —Leónidas sostuvo la mirada a cada uno de los soldados que lo rodeaban—. “El que quiera puede coger su parte y abandonarme. Al que lo haga, le recomiendo que cargue mucho oro para olvidar el rostro de los amigos que deja atrás y le hará falta aún más para olvidar la sangre de los que morirán por su traición más allá del desfiladero. ¿Hoy partirá algún espartano? Decid, mis soldados: ¿hoy partirá algún espartano?”
¡Au, au, au! Los espartanos golpearon los escudos al son de su grito de guerra. Leónidas sin más palabras cogió su casco y lanza, reanudando la marcha. La cítara volvió a inundar con su dulce música el paso del pelotón. Ningún soldado dijo nada. Todos pensaban en las palabras de su rey.
Agatocles recordó por última vez los brazos de su esposa, su cuerpo y su calor; la risa de su hija, sus ojos grandes y curiosos. Sus propios ojos amenazaron con llenarse de amargas lágrimas que, en más de veinte años, no habían nublado su vista. Dejó que una recorriera su mejilla. Quizá aquello fuera su único consuelo en aquel momento.
El lenguaje universal del hombre estaba siendo hablado en el desfiladero de las Termópilas. Las lanzas surcaban el cielo como centelleantes estelas. La sangre caía en sanguinolentas cascadas que manchaban el barro bajo los pies de los guerreros. Los miembros eran cercenados y los gritos se sumaban al cántico de la destrucción del hombre. El rey de Esparta, Leónidas, guiaba a sus soldados en medio de la batalla. Los persas caían tras su letal paso. Sin embargo, la falange ya no era una opción que pudiera dar buenos resultados pues los persas los habían rodeado. Sin duda, alguien los había traicionado. Todos y cada uno de los espartanos que, espadas en mano, corrían hacia la muerte, tenían en mente el objetivo de su empresa.
La noche anterior a aquella vorágine de sangre y espadas, de centelleantes lanzas y silbantes flechas que como reinas del cielo y desgarraban el alma del hombre, había transcurrido en una húmeda caverna, a la luz de una pobre y solitaria antorcha para no levantar sospechas ni alertar al ejército persa. Agatocles sentía como su miedo se desvanecía a la par que sus esperanzas de volver al hogar. Entendió, entonces, que su tumba sería aquel desfiladero: los cuerpos de sus hermanos decorarían el suelo de la cueva junto al hedor de sus cadáveres y el marchitamiento de los propios sentimientos de Agatocles. Tenía en sus manos aquel trozo de pergamino y de carbón de agonizante hoguera adornada con débiles ascuas. Y entonces comenzó a escribir: “Yo, que mañana he de morir, escribo estas letras a la luz de una antorcha esperando que amanezca. Contemplo el resplandor de las estrellas, y espero a que su brillo ilumine de la lobreguez que envuelve los cadáveres que se extienden frente a mí…” Nunca sabría por qué escribía. Tampoco le importaba. Solo dejó que su mente guiara su mano en aquel pergamino y que las palabras brotaran como agua fresca en la pendiente de una majestuosa cascada. Escribió una carta. En la misma, se preguntaba si sus actos serían recordados; si el Rey de Reyes persa, o su valeroso rey Leónidas estarían en la mente de los hombres del futuro. Si aquello serviría para algo… Si Esparta, patria de patrias, hogar de hogares, sería más que un nombre perdido en el tiempo. “Alguien recordará nuestro sacrificio y verá que por nuestra muerte fuimos justos, valientes y leales, y todo lo que no llegamos a ser en vida…”
Aquella noche no logró conciliar el sueño. Aquella noche sintió el frío dentro de sus mismos huesos. La nostalgia lo invadía y las estrellas le negaban el amparo del último sueño de su vida. “Nuestro recuerdo será inmortal. Los espartanos yacerán aquí: siempre fieles, esperando órdenes y defendiendo la libertad de los hombres.”
Pero ahora corría junto a sus hermanos con el cuerpo ensangrentado. No recordaba nada de la noche anterior. En su mente, solo había espacio para la sangre y la lanza, para la Falange y el enemigo. Desde un principio sabía que iba a morir, que ese era su único destino, sin embargo, ya nada de eso importaba. Si ese era el momento en el que su vida tocaba a su fin, era su deber aceptarlo. Solo le pedía al cielo que los demás hombres los recordaran; que fueran testigos de sus actos para que las cosas y también el lenguaje universal cambiaran. Agatocles pedía a los dioses que, injustos e impasibles veían morir a los hombres en su morada en el monte Olimpo, que los recordaran. Que los recordaran tanto como el recordaba en ese mismo instante, los ojos de su hija, la sonrisa de su mujer; el amor de su familia.
Recordar la felicidad que con la guerra se escapa y con la cual muere como la esperanza perdida en el viento. Sintiendo entonces, como todo esta se degrada. Y como nosotros, ciegos e ignorantes, la dejamos morir.
Las capas rojas de los soldados espartanos parecían un reguero de sangre que avanzaba entre los dorados campos de trigo, y al final un gran carro cargado de monedas de oro, como si de un ojo dorado se tratara. Los escudos y el metal de las espadas tintineantes en los cintos, derramaban destellos por la fuerte luz del sol de mediodía. Los soldados avanzaban con paso lento pero decidido. Respiraban lenta y profundamente. El casco les quemaba la piel de la frente y las mejillas pero no podían mostrar rasgo de dolor; ni de cansancio; ni temor. El temor no existía en sus vidas, al igual que en su determinación o condición de guerreros. Solamente existen la batalla, la educación, la justicia, el amor por la patria, el deber de proteger y el inmenso rey Leónidas que caminaba a la cabeza del pelotón, portando, con orgullo, su broncíneo escudo, el cual había vivido mil batallas y soportado miles de golpes que lo habían salvado a él y a sus hermanos de la dueña del campo de batalla: la muerte. “Puedes abandonar tu casco, que solo te protege a tí, pero jamás puedes abandonar tu escudo, que protege a tu compañero”. Leónidas había recordado ese lema a todos y cada uno de los nuevos miembros que se alzaban dignos de pertenecer a la Falange Espartana. Dignos de ser capaces. Dignos de los dioses.
Un espartano no debería mirar atrás cuando seguía a su rey hacia la guerra, como tampoco debía mostrar sentimientos al despedirse de sus seres queridos. Agatocles recordaba los tiernos ojos de su hija y la mirada decidida y triste de su mujer. “La reina de mi vida y mujer espartana, mi amor…” pensó mientras miraba el azul del cielo. Recordó la noche en el lecho antes de partir. Ninguno de los dos derramó una lágrima.
—Somos solo trescientos, pero a los ojos de los persas seremos tres mil, Eumea. Son órdenes de nuestro rey. Acabaremos con ellos y volveré a tu lado. No quedará ninguno sin probar el filo de mi espada, —le dijo mientras acariciaba aquel cabello castaño como la canela. Sonrió aunque supiera que su promesa fuera vacua.
—Lo único que me importa es tu vuelta, Agatocles. Mata a tantos persas como puedas. Castígalos por intentar ofender a nuestro rey, nuestros derechos, nuestro honor y a nuestra tierra. Hazlo y vuelve conmigo. Y con tu hija.
Le prometió que lo haría. ¡Qué funesto momento para hacer promesas!
Agatocles tenía veinticinco años. Su piel estaba bronceada por el sol y llena de cicatrices. Sus manos, callosas y fuertes cogían la lanza con firmeza. Su rostro serio, curtido por el viento, y con una barba que no ocultaba lo surcos de sus diferentes cicatrices. La vida de Agatocles igual a la de todo soldado espartano que se precie: superó la prueba de nacimiento y no fue lanzado al amparo del Taigeto. Separado de su madre a los seis años aprendió a luchar, robar y matar, mientras se educaba en el arte de la guerra y de la música. Entonces, cuando volvió a Esparta, lo hizo como un verdadero soldado espartano.
Pero el alma de ese soldado se difuminaba con cada paso que daba en el cálido suelo. La cítara se escuchaba, tenue, entre los cánticos de sus hermanos. ¿Sentirían ellos el mismo miedo que lo encogía a él? ¿Temerían a los persas y el destino de la muerte de sus compañeros caídos, muertos, en la fría roca de las Termópilas? Puede que sí. O no. El espartano perdía el miedo. Nunca el respeto, pero sí el miedo. O eso creía él. Sabía de un hombre que no temía a nadie ni a nada. Aquel hombre se situaba a tres metros de él. Su rey, Leónidas.
Salió de la formación y corrió a su lado. El viento era cálido y a lo lejos, se escuchaba el rumor de la batalla entre los acantilados y las fuertes olas.
—“Mi rey Leónidas.” —lo llamó. El rey se giró, pero no detuvo su avance.
—“Camina conmigo, Agatocles, y dime qué te perturba. No podemos pararnos: el tiempo se nos viene encima como la tormenta en el mar.” —El rey Leónidas era alto y solemne, de anchos hombros y fuertes brazos. Su capa restallaba por el fuerte viento.
— “¿Tan evidente es que algo me perturba?” —preguntó Agatocles cuando estuvo a la altura de su rey.
—“Te conozco demasiado, soldado. Siempre has sido un buen guerrero y un pilar de nuestra falange. Fiero y letal en el combate. Tus ojos observaban mis grebas cuando me has preguntado. Así que, ea, vamos, cuéntame.”
—“Es complicado, mi rey. Nos dirigimos a la guerra como tantas otras veces y sin el respaldo de los demás griegos. Jamás he sentido temor por encontrarme cara a cara con la muerte, luchar contra ella y que su sangre bañe mi lanza. Pero ahora, sí temo lo que me depare el desfiladero. Es injusto por parte de mis compañeros que yo, un hermano; un igual, sienta este miedo ahora, cuando menos he de temer.”
—“No eres el único que teme el baile de las lanzas cada vez que éste se presenta para que los hombres lo bailen, Agatocles. Si lo que te aflige es saber que la muerte es nuestro destino en estos tiempos, deberías aceptarla, ya que no te queda otra opción. Y entonces, unirte otra vez a la falange, defender lo que hay detrás de tus grebas. La guerra no es nada nuevo para ningún espartano. Es nuestra vida realmente: para lo que hemos nacido y entrenado. La guerra es nuestra ofrenda y con ella honramos a Grecia.” —Leónidas desenfundó la espada con un movimiento rápido que produjo un silbido metálico, se agachó y recogió un puñado de tierra. Después la dejó caer sobre la hoja de la espada—. “Esta espada es la filosofía que has de seguir en tu vida y esta tierra, quienes intentarán corromperla. Pero, como ves, caen en su nefasto intento.”
—“La espada se puede romper.” —dijo Agatocles.
—“Al igual que la determinación de un hombre justo y bueno que sabe hasta dónde es capaz de llegar, por supuesto. Pero, ¿sabes tú, entonces, si eres ese tipo de hombre?”
—“No lo sé, mi rey, al igual que no se, ahora, cuál es mi verdadero temor. Temo a la muerte, temo no volver a mi familia, no poder abrazar a mi hija y amar a mí esposa, Eumea. Temo que no seamos capaces de proteger lo nuestro, si tan grande es el ejército del rey-dios Xerxes… ¿Qué habrá tras nuestros actos? ¿Qué legado dejarán? ¿Hablarán de nosotros? Algo me dice que todo irá a peor, mi rey. Como yo en este momento.”
El rey espartano, con un gesto de su mano paró en seco el pelotón. Los soldados dieron un golpe con las lanzas en el suelo y pararon en seco. Hasta la música de la cítara se vio silenciada.
—“Mientes a tu rey y te mientes a ti mismo. Tu supuesto miedo no está justificado por la guerra que se avecina, o por el temor que te produzca la batalla. He acabado de creer tus calumnias cuando he recordado tus actos en otras batallas pasadas, actos dignos de un espartano capaz de vencer a todo un ejército. ¿A qué viene, pues, todo esto? Solo soy un rey, Agatocles. No soy un gran filósofo de Atenas, y mucho menos el Oráculo de Delfos. Por lo tanto, no puedo adivinar qué te aflige. Háblame sin tapujos. Hemos matado a muchos hombres para que ahora me andes con rodeos.”
Agatocles dirigió su mirada hacia los pardos ojos de su rey. Su rostro sonreía.
—“Mi rey y mis hermanos... Os pido perdón por lo que estoy haciendo. No entiendo qué sentimiento ahora despierta desde mi pecho. En realidad, mi temor proviene que le prometí a mi esposa que volvería con ella, que mataría persas y regresaría... pero que regresaría vivo. Y eso es todo cuanto un espartano no debe decir antes de partir quizá. Un soldado debe volver al hogar con o sobre su escudo. Pero esa promesa, la cual he hecho y que no sé si seré capaz de cumplir, me hace pensar que la guerra no trae más que desgracias, muerte, familias destrozadas, amores rotos, destrucción, descomposición en la naturaleza de los hombres, devastación, que se alcen nuevos tiranos y que estos mancillen la sociedad de los hombres… ¿No es así, mi rey? ¿No es el motivo de los hombres para justificar la avaricia que a todos corroe?”
Leónidas lo miraba con un atisbo de sonrisa en sus labios, atisbo que se esfumó lentamente cuando Agatocles dejó de hablar. El rey, seguidamente, clavó su lanza en la tierra y colgó allí su casco.
—“¡Acercaos todos, espartanos!” —Todos los soldados formaron un semicírculo alrededor de Agatocles y Leónidas—. “Debéis saber una cosa antes de continuar el camino que nos lleva hacia la misma muerte y la batalla que desencadena todo lo que ha dicho éste soldado” —puso su mano en el hombro de Agatocles—. “Nosotros somos hombres desgraciados. Hombres que no merecen ser más que meros instrumentos que lo único que saben hacer es matar y amar. Hombres desgraciados, sí, pero libres. Tan libres como lo sois todos ahora, libres de luchar contra esa mole de persas que quieren hacerse llamar guerreros cuando, en realidad, son meros campesinos. Defendemos lo que es nuestro: libertad y vida. Y nuestra lengua, espartanos, es la guerra. Ya que, por desgracia, mis hermanos, la guerra es el único lenguaje que conoce todo hombre. Igual que lo conocía Aquiles junto a su cólera. O Héctor que acabó con la vida de Patroclo pensando que era el de los pies ligeros. Aunque no nos guste tenemos que aceptar que es el lenguaje que consumirá el mundo, poco a poco, hasta convertirlo en el mismísimo Hades. Puede que cuando el mundo se convierta en eso, nosotros no estemos aquí, y entonces, los que sufran esas consecuencias nos culparán a nosotros por no haber hecho nada y dejar que todo se tornara tan oscuro y frío como la noche. Lo que combatiremos en las Termópilas, es la representación de este futuro Hades.”
>>”Yo temo que llegue ese día. Al igual que tú, Agatocles, ahora lo temes al comprender lo que es en realidad la guerra y lo que esta conlleva. Ahora eres un verdadero soldado espartano. Ahora, todos lo sois. Sabéis que moriréis pero por una causa justa y noble que engrandecerá vuestro nombre más allá de las propias estrellas. Puede que nadie recuerde todo lo que haremos a partir de este día pero tener esto claro, espartanos: no importa la gloria de un hombre si esta no va a acompañada de un sentimiento libre y justo. Vuestra alma ya es grande y vuestras espadas son el pincel que dibujará vuestra historia. La sangre de cada guerrero caído por vuestra lanza, la pintura. Ahora esa es vuestra filosofía, soldados. ¡Y ese sentimiento es matar a los persas! ¡Es defender Esparta! Aún tenéis el carro rebosante de oro y quizás, alguno, frente a esta amenaza, todavía desee vivir en Esparta” —Leónidas sostuvo la mirada a cada uno de los soldados que lo rodeaban—. “El que quiera puede coger su parte y abandonarme. Al que lo haga, le recomiendo que cargue mucho oro para olvidar el rostro de los amigos que deja atrás y le hará falta aún más para olvidar la sangre de los que morirán por su traición más allá del desfiladero. ¿Hoy partirá algún espartano? Decid, mis soldados: ¿hoy partirá algún espartano?”
¡Au, au, au! Los espartanos golpearon los escudos al son de su grito de guerra. Leónidas sin más palabras cogió su casco y lanza, reanudando la marcha. La cítara volvió a inundar con su dulce música el paso del pelotón. Ningún soldado dijo nada. Todos pensaban en las palabras de su rey.
Agatocles recordó por última vez los brazos de su esposa, su cuerpo y su calor; la risa de su hija, sus ojos grandes y curiosos. Sus propios ojos amenazaron con llenarse de amargas lágrimas que, en más de veinte años, no habían nublado su vista. Dejó que una recorriera su mejilla. Quizá aquello fuera su único consuelo en aquel momento.
El lenguaje universal del hombre estaba siendo hablado en el desfiladero de las Termópilas. Las lanzas surcaban el cielo como centelleantes estelas. La sangre caía en sanguinolentas cascadas que manchaban el barro bajo los pies de los guerreros. Los miembros eran cercenados y los gritos se sumaban al cántico de la destrucción del hombre. El rey de Esparta, Leónidas, guiaba a sus soldados en medio de la batalla. Los persas caían tras su letal paso. Sin embargo, la falange ya no era una opción que pudiera dar buenos resultados pues los persas los habían rodeado. Sin duda, alguien los había traicionado. Todos y cada uno de los espartanos que, espadas en mano, corrían hacia la muerte, tenían en mente el objetivo de su empresa.
La noche anterior a aquella vorágine de sangre y espadas, de centelleantes lanzas y silbantes flechas que como reinas del cielo y desgarraban el alma del hombre, había transcurrido en una húmeda caverna, a la luz de una pobre y solitaria antorcha para no levantar sospechas ni alertar al ejército persa. Agatocles sentía como su miedo se desvanecía a la par que sus esperanzas de volver al hogar. Entendió, entonces, que su tumba sería aquel desfiladero: los cuerpos de sus hermanos decorarían el suelo de la cueva junto al hedor de sus cadáveres y el marchitamiento de los propios sentimientos de Agatocles. Tenía en sus manos aquel trozo de pergamino y de carbón de agonizante hoguera adornada con débiles ascuas. Y entonces comenzó a escribir: “Yo, que mañana he de morir, escribo estas letras a la luz de una antorcha esperando que amanezca. Contemplo el resplandor de las estrellas, y espero a que su brillo ilumine de la lobreguez que envuelve los cadáveres que se extienden frente a mí…” Nunca sabría por qué escribía. Tampoco le importaba. Solo dejó que su mente guiara su mano en aquel pergamino y que las palabras brotaran como agua fresca en la pendiente de una majestuosa cascada. Escribió una carta. En la misma, se preguntaba si sus actos serían recordados; si el Rey de Reyes persa, o su valeroso rey Leónidas estarían en la mente de los hombres del futuro. Si aquello serviría para algo… Si Esparta, patria de patrias, hogar de hogares, sería más que un nombre perdido en el tiempo. “Alguien recordará nuestro sacrificio y verá que por nuestra muerte fuimos justos, valientes y leales, y todo lo que no llegamos a ser en vida…”
Aquella noche no logró conciliar el sueño. Aquella noche sintió el frío dentro de sus mismos huesos. La nostalgia lo invadía y las estrellas le negaban el amparo del último sueño de su vida. “Nuestro recuerdo será inmortal. Los espartanos yacerán aquí: siempre fieles, esperando órdenes y defendiendo la libertad de los hombres.”
Pero ahora corría junto a sus hermanos con el cuerpo ensangrentado. No recordaba nada de la noche anterior. En su mente, solo había espacio para la sangre y la lanza, para la Falange y el enemigo. Desde un principio sabía que iba a morir, que ese era su único destino, sin embargo, ya nada de eso importaba. Si ese era el momento en el que su vida tocaba a su fin, era su deber aceptarlo. Solo le pedía al cielo que los demás hombres los recordaran; que fueran testigos de sus actos para que las cosas y también el lenguaje universal cambiaran. Agatocles pedía a los dioses que, injustos e impasibles veían morir a los hombres en su morada en el monte Olimpo, que los recordaran. Que los recordaran tanto como el recordaba en ese mismo instante, los ojos de su hija, la sonrisa de su mujer; el amor de su familia.
Recordar la felicidad que con la guerra se escapa y con la cual muere como la esperanza perdida en el viento. Sintiendo entonces, como todo esta se degrada. Y como nosotros, ciegos e ignorantes, la dejamos morir.
Comentarios